Los 60 años de exilio de la bailarina cubana que triunfó en Tropicana, fue novia de Tito Puente y ahora vive en Móstoles: «Cuando llegaron los comunistas, nos fuimos»
Fue amiga íntima de Celia Cruz, vivió los años más felices del cabaret en Cuba y, tras su exilio en 1964, recorrió el mundo con su pareja de baile, Miguel Chekis. Bebo Valdés compuso una memorable canción para ellos.
Cuando en la madrugada del 1 de enero de 1959 huyó el presidente Fulgencio Batista (que seis años antes había recuperado el poder a través de un golpe de Estado) y las tropas revolucionarias entraron en La Habana, fueron muchas las cosas que empezaron a desaparecer en Cuba. Entre ellas, para «sanear el ambiente» y acabar con «los vicios de la burguesía capitalista», según decía la propaganda castrista, muchos bares, hoteles, cabarets y salones de juego (como esos que salen en la segunda parte de El Padrino), que en los años 40 y 50 habían convertido a Cuba en uno de los centros turísticos y de ocio más importantes del mundo, gracias, en parte, a los espectáculos de música autóctona de la isla aderezados con sensacionales coreografías de un elenco irrepetible de bailarines.
Con la llegada de los comunistas, la mayor parte de los locales fueron nacionalizados y de forma casi inminente se produjo un éxodo masivo de músicos de orquesta, compositores, coreógrafos, vedettes… Se puso fin a un tiempo en el que todos querían ver amanecer a la salida de uno de los muchos cabarets que poblaban La Habana, como el Capri, el Palermo, el Ali Bar, el Sierra, el Rivera… o los tres más importantes: Sans Souci, Montmartre y, sobre todo, Tropicana, que había sido inaugurado en 1939. En ellos habían triunfado Benny Moré, Nat King Cole, Rita Montaner, Chano Pozo, Bola de Nieve, Lola Flores, Josephine Baker, Jorge Negrete, Celia Cruz… Y a todos ellos los conoció y los trató y de muchos fue amiga Marta Castillo Torrens (La Habana Vieja, 3 de septiembre de 1931), figura principal de Tropicana hasta su obligado exilio que le llevó, primero a México y a partir de 1964 a España, donde reside desde entonces. Y es en su casa de la madrileña villa de Móstoles donde recibe a La Lectura de la mano de su sobrino Jorge Enrique González Pacheco, poeta, escritor y fundador y director del Seattle Latino Film Festival en EEUU, que lleva años investigando y reuniendo información a lo largo de todo el mundo para un documental que rescate la memoria de Marta Castillo. Con el título provisional de A Dancing Queen, el proyecto se encuentra aún en fase embrionaria a la espera de poder reunir nuevos productores e inversores que quieran participar en un proyecto que no es solamente biográfico, sino que pretende rescatar una parte de la historia cubana de la que las nuevas generaciones de la isla sólo conocen a través de la tergiversada visión de la dictadura castrista, que mantiene abierto aún Tropicana, como reclamo para los europeos que van a Cuba en busca del turismo sexual.
La de Marta es una de esas historias que nadie sabe por qué se han mantenido tanto tiempo en el olvido. «Tengo el privilegio de decir que fui de las pocas figuras (es decir, primera bailarina, no vedette o corista) que actuó en los tres cabarets más importantes de entonces en La Habana, Sans Souci, Montmartre y Tropicana. Y fue en este último, con las coreografías del gran Roderico Neyra (que luego pasaría a llamarse Rodney) donde estuve más años haciendo espectáculos. Hacíamos dos producciones por temporada, una en invierno y otra en verano, y no descansábamos ningún día, pero yo estaba feliz de poder bailar que es lo que más me ha gustado en la vida». Sin embargo, cuenta, lo que ella quería era ser cantante. «Había un programa que se llamaba La Corte Suprema del Arte, como esos que hay ahora en la tele, para seleccionar a cantantes y yo recibí clases al piano con Isolina Carrillo, la compositora de Dos gardenias. Y gané, porque yo tenía muy buena voz. Para hacer una prueba en el Zombi, mi madre me hizo la ropa que llevaba y yo la bordé y le puse las lentejuelas. Mi madre, que era una mujer muy modesta, era lavandera, siempre me apoyó en mi idea de dedicarme al espectáculo, pero me acompañaba a los ensayos, nunca me dejaba ir sola. Un día, a la salida de un ensayo en el Zombi me encontré con Facundo Rivera que me dijo, eh, mulata (así nos llamábamos, porque además yo nunca he tenido complejo de ser de la raza negra), preséntate en el Teatro Facundo que buscan bailarinas para el espectáculo Serenata mulata. Allí me hizo la prueba Roderico y ya me quedé con él hasta su muerte en México en los años 60″. Roderico le había preguntado si sabía bailar y ella le dijo que sí, cantar y bailar, que todas las cubanas sabían bailar desde pequeñas, pero cuando Marta le propuso recibir clases de baile, le dijo que no: «Perderías el ritmo natural que tú tienes», y nunca en su vida fue a clases.
Y de pronto, se acuerda de Josephine Baker. «Yo viví en París en el castillo de la Baker», como llama cariñosamente a la artista afroamericana. «Nosotros estábamos en Barcelona, y un día, después de que Alexander y yo terminásemos en el Emporio, vino la Josephine Baker y fuimos a saludarla, porque ya nos conocíamos de Cuba. Nos dijo que si teníamos algo previsto para luego y le dijimos que no. Y entonces nos contrató esa temporada, y actuamos con ella en varios sitios, como el Olympia de París. Y esa Navidad, no recuerdo el año, pero fue antes de 1957, la pasamos con ella en su castillo, donde tenía un teatro dentro que la gente podía pasar a verlo».
CON CELIA Y TITO PUENTE
«Celia», recuerda Marta emocionada, «era como una hermana para mí. Nos escribíamos mucho y siempre que venía a España nos veíamos. Y te voy a contar una cosa que no he contado nunca, y es que yo tuve un romance con Tito Puente, ya ha pasado mucho tiempo y se puede decir, era como novio mío, estuvimos muchos años, más de 30, aunque él vivía en EEUU y yo en España. Celia, cuando venía a Madrid, me traía regalos que Tito le había dado para mí. Era muy buena amiga y una gran cantante. Recuerdo que una vez que iba a ir a Japón pasó antes por aquí. Yo estuve dos veces en Japón con mi tercer pareja de baile, con la que más años estuve, Miguel Chekis, que murió hace cuatro años aquí en Madrid, de covid. Habíamos ido con el compositor Armando Orefice, que me pedía siempre que cantase la canción Cariñosamente. Y tenía mucho éxito. Pero había también una traducción al japonés de esa canción que Miguel y yo empezamos a incorporar en nuestro show, en el que cantábamos y bailábamos durante más de dos horas. Y está mal decirlo, pero a mí se me daba bien cantar en japonés. Y cuando Celia iba a ir a Japón estuvo en mi casa, no en esta, antes yo vivía en Manzanares, y allí le puse el casete y le enseñé a cantar ‘Cariñosamente’ en japonés. El truco era que no tenía que cantarla en tiempo de guaracha, sino como una canción romántica. Y así lo hizo y tuvo un éxito enorme, como el que había tenido yo también en esas giras».
Tras el triunfo de la revolución, se exilió primero a México y luego a España, a donde llegó en 1964. Desde entonces, nunca más ha vuelto a Cuba
Y es que la vida de Marta cambió radicalmente tras el triunfo de la revolución castrista. «Estando en Barcelona yo escuchaba muchos rumores de lo de la revolución, pero no le hacía mucho caso. Lo cierto es que cuando llegaron los comunistas, nosotros tuvimos la suerte de poder irnos. El maestro Roderico tenía un contrato para poder salir de gira con uno de los espectáculos de Tropicana, y nos fuimos todos, primero a Miami, luego a Puerto Rico y al final a México. Y allí nos quedamos tres años. Roderico consiguió un contrato para todos en El señorial, un restaurante que tenía espectáculo y que Roderico consiguió transformar con un rotundo éxito. Allí conocí yo a María Félix, una de las figuras de entonces, que me gustó mucho trabajar con ella. O a Nat King Cole, al que ya conocía de Cuba y del que todas estábamos enamoradas. Bueno, más que de él, de su voz. Jorge Negrete también tenía muchas admiradoras y siempre que iba a Cuba casi no podía salir a la calle porque todas se le tiraban. Una vez, ya cansado, dijo que si es que no había hombres en Cuba, algo que no gustó demasiado».
Acabado el contrato en El señorial, en 1964 Marta llega a Madrid para instalarse aquí definitivamente. «Yo amaba mucho a España, desde las primeras veces que había venido, y aquí me encuentro como en mi casa. Yo sí que tengo dos amores, como decía Machín, uno es España y el otro es Cuba. Pero yo ya soy española. Nunca más he vuelto a Cuba. La madre de Chekis nos decía que allí las cosas estaban muy mal, por eso nunca volvimos».
El primer trabajo que tuvo nada más llegar a Madrid, en compañía de Miguel Chekis, fue actuar en la base norteamericana de Torrejón, y después «la agencia Bermúdez, la de los Rivero, nos envió a Palma de Mallorca, a un local que era de Pepe Tous, el marido de Sara Montiel». Con su espectáculo (en el que incluían la canción que les compuso Bebo Valdés, Marta y Chekis), recorrieron todo el mundo, y estuvieron bailando hasta que ella tuvo 61 años. Y no porque no tuviera más fuerzas, «sino porque todo cambió y ya los espectáculos había que hacerlos sin orquesta». Pero antes de eso, además de Japón, actuaron en China, en Malasia, varias veces en Países Bajos, en Finlandia, en Irán, en África (en varios países) y en Israel, un país que le gusta especialmente. «Yo en La Habana, vivía en el barrio de los judíos y los conozco mucho. He estado allí tres veces».
Podría estar hablando Marta durante horas detallando episodios de su vida apasionante. Pero antes de terminar, entre risas, cuenta cómo los primeros frijoles que se comió en su vida Rafael se los hizo la madre de su pareja de baile. «Los agentes de Rafael, eran los mismos que teníamos nosotros y nos mandaron un verano, cuando él estaba en su apogeo, al mismo local, El burro de Benidorm. Él era la estrella, nosotros salíamos antes y luego ya actuaba él. Y nos hicimos amigos. Un día le hablamos de los frijoles negros, con picadillo, arroz, yuca y ensalada. Y la mamá de Miguelito y yo le dijimos que le íbamos a enseñar a comer esa comida. Y él y su representante comieron con un gusto… Pero eso se le habrá olvidado, porque después de aquello nunca más hemos vuelto a verlo ni a saber de él».